La Abadía



El camino ascendía suavemente y pronto se introdujo entre unas lomas pobladas de una vegetación exuberante que crecía a ambos lados del sendero. Continuaron avanzando por la senda, que como una serpiente trepaba por uno de los cerros situados en la margen derecha. De la suave pendiente se pasó a una pronunciada inclinación que a esas alturas de la jornada castigaba su ánimo. La travesía fue ganando altura y aproximándose a la cima de la colina. Una vez arriba sintieron que el frío soplo del viento llenaba de aire fresco sus pulmones.
El río estaba otra vez frente a ellos, trazando un camino sinuoso que se abría paso por las tierras que lo circundaban. Las suaves orillas se habían convertido en arriscadas paredes repletas de una vegetación verde y ocre, que al reflejarse en el agua la teñían de un color tenebroso. Una vereda bordeaba la orilla del río abriéndose paso entre la abundante vegetación y a cierta distancia la suave pendiente la conducía a un pequeño claro que se adivinaba entre la boscosidad. A partir de allí, una escalinata de piedra ascendía por la escarpada pared. Arriba, un edificio de singular planta esculpido en la propia piedra del cortado, asomaba al vacío que se precipitaba a sus pies. "La vista desde allí debe de ser magnífica", pensó el Caballero, seguramente se podrían divisar las torres de las catedrales, ocultas desde aquel cerro por el abrupto paisaje.
—Ves Caballero, ya te decía que el camino nos daría la respuesta. Y por lo menos delante de nosotros se encuentra la señal que buscábamos —dijo, cogiendo su brazo y apretándolo con fuerza.
—No sé si hallaremos alguna respuesta allí, lo que sí creo es que tendremos una buena cama para pasar la noche —contestó.
Descendieron por el cerro hasta alcanzar la senda que habían visto desde arriba. La perspectiva del paraje cambió completamente; las paredes que les rodeaban eran muy altas, no podían calcular con exactitud la altura de los cortados. ¡Eran enormes!, tan altos que hacían empequeñecer al indomable cauce del río, haciendo que la visón resultase sobrecogedora. La luna reflejaba los últimos rayos del día que a esa hora se iban consumiendo. La senda ascendía por la ladera de la montaña, a ambos lados del camino la vegetación baja dio paso a un ejército de troncos de árboles desnudos que les acompañó en el último tramo. Al cabo de un tiempo vieron dos monumentales estatuas de caliza blanca cubierta de un fino manto de color verde oscuro. Representaban dos ancianos vestidos con largas túnicas, que protegían el paso a una explanada que se abría en la pared de la montaña. Avanzaron entre los vetustos monumentos, cruzaron el magnánimo espacio y descubrieron, protegida por la vegetación que trepaba por las paredes rocosas, el inicio de la
escalinata de piedra que ascendía por la pared de la montaña. Los
primeros peldaños dejaban a su lado una pequeña gruta, al cobijo de la edificación. Al elevar la mirada vieron la planta principal de una edificación muy antigua. Sus cimientos habían sido excavados en la propia roca y sus paredes parecían continuar las escarpadas paredes del acantilado, lo que le otorgaba una asombrosa y singular ilusión.
—Buen sitio hemos elegido para pernoctar —anunció el Caballero—. No quisiera que la noche nos cogiera sin haber conseguido entrar en el recinto.
La escalinata de acceso había sido esculpida en la roca y tras una pronunciada ascensión, accedieron a un pequeño descanso en el que una figura de un querubín invitaba a continuar hacia la derecha en otro largo tramo. Llegaron extenuados al final del último peldaño con la sensación de haber tenido un interminable día lleno de emociones. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, de no ser porque la noche se cernía sobre La Tierra Conocida nunca hubieran dicho que en un solo día se pudieran vivir todas aquellas excitantes sensaciones.
—Hemos llegado Caballero —dijo, señalando el emplazamiento.
El Caballero asintió sonriendo. Mientras ellos hablaban de las excelencias de su presumible posada, Sira y Mus, que habían encabezado la ascensión, humeaban todas las esquinas. Estaban en una plazoleta, iluminada por dos antorchas que chisporroteaban en la entrada de la construcción que habían visto desde abajo. Su puerta de acceso era porticada y estaba coronada por dos arcos en los que aparecían una multitud de imágenes esculpidas en la piedra. A diferencia de otras, que había visto Luz en algunos edificios de la ciudad, estaban pintadas con vivos colores.
El resto de la reducida plaza lo conformaba una bancada, que se encontraba a la izquierda de la puerta y estaba protegida de las inclemencias por un tejadillo de madera. Justo enfrente de la escalinata hallaron el edificio principal, una hospedería incrustada materialmente en una montaña que, a modo protector, abrazaba la mayor parte de la construcción. A los pies de la escarpada pared existía una pequeña puerta de madera, que parecía la entrada a aquel edificio y constituía su único contacto con el exterior. "Un acceso minúsculo para tan magno edificio", pensó el Caballero. En el centro de la portezuela y protegida por la creciente penumbra vieron una aldaba oxidada. Se acercaron y el Caballero la percutió varias veces, el sonido metálico se extendió por el interior del edificio. Tras él, oyeron el rechinar de cerrojos y pestillos corriéndose, y la puerta se abrió. Por ella apareció un hombre que portaba, en una de sus manos, un candil de luz mortecina que vagamente iluminaba un rostro escondido tras la protección de una capucha.
—Buenas noches ­—saludó la figura con voz profunda—. Caballero, mi buena Luz, os estábamos esperando.

 Continúa con la narración escuchando el texto


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